Puerto, memoria y arquitectura

27 Luglio, 2018

La ingeniería de puertos viene modelando, desde antes incluso de ser una disciplina como tal (y como tan bien expresa mi amigo ingeniero) la forma del mar. Se preguntaría uno si cabe mejor dedicación que ésa: hacer la tierra habitable, vencer su resistencia a serlo. Y trabajar para ello en la modificación física de sus rasgos más determinantes, en sus líneas primeras, aquellas que delimitan los territorios firmes y seguros de los salvajes e ignotos. Si el agricultor ara y aplana los campos para hacer la superficie del terreno firme utilizable y explotable -y por tanto habitable- el ingeniero modifica la línea de costa para hacer posible no sólo su ocupación sino el arribo necesario de embarcaciones y su abrigo permanente de vientos y oleajes. Me vuelvo a preguntar si cabe profesión más hermosa. Navegar, dirían algunos con Conrad. Pero yo diría que no: más hermoso aún es preparar la tierra y los mares para que estos puedan ser navegados.

Joseph Conrad se retira del mar, a la escritura magistral que nos ofrece a partir de ese momento, con la llegada de los cargueros a vapor; con la obsolescencia de los lentos y difíciles transportes en mercantes a vela. Con la desaparición, a su juicio, de la épica (y la poética) del trabajo rudo, anónimo y muy especializado de la marinería mercante sobre los paquebotes veleros. Con ese final desaparece una estirpe, una técnica y una forma de vida que dejan paso a una mayor comodidad y eficacia, pero que debe quedar al menos testimoniada en sus valores eternos que a bordo de esos barcos tanto se dieron. Conrad se pone a ello y les canta sin igual en su hermoso libro “El espejo del mar”: coraje, entrega, trabajo en común, compañerismo necesario, técnica, esfuerzo, conocimiento, profesionalidad, valor, resistencia y resiliencia… anonimato.

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Café Noray. Arquitecto Javier García-Solera. (© Roland Halbe, 2004; © José Carlos M Robles, 2009)

Podríamos decir que el anonimato es también el mejor de los muchos atributos que califican y definen a la obra portuaria; que la cualifican. Podríamos extender esto a cualquier obra de ingeniería infraestructural: puentes, ferrovías, carreteras, obra hidráulica, aeroportuaria… Eso sí, mientras ésta ha venido siendo pensada, proyectada y construida como tal obra de ingeniería -fruto del ingenio y la técnica- sin veleidades artísticas ni obsesión de autoría. Fundida en aquel alto valor que Conrad nos recuerda y perpetúa en sus textos: el anonimato. Si algo nos emociona y conmueve de cualquier terreno trabajado -de las montañas de nuestras tierras trepadas hasta las cimas por abancalamientos imposibles; de los espigones que nos deparan mar en calma tras una travesía difícil; de las aguas reconducidas para con movimiento lento, dominado, hacer posible el regadío en tierras antes yermas; de ese acueducto casi horizontal que trae esas aguas de muy lejos hasta aquí…- es que en todo ello se ve la acción y el esfuerzo del humano por habitar la tierra. El esfuerzo de “el humano”, es decir, de los muchos. Nunca la marca de un único nombre, de un único autor.

Y esas obras de ingeniería que nos han hecho posible la vida, son siempre complementadas por una cierta cantidad de arquitectura. Aquella que dé resguardo, que aclimate las condiciones ambientales para el posible amparo a humanos, animales y enseres. Allá donde hemos sentido la emoción de esa presencia atávica arando campos, construyendo diques, conteniendo mares, hemos divisado siempre una obra menor -la arquitectura- haciendo espacio para que el débil cuerpo del hombre pueda habitar esas tierras, trabajarlas, organizarlas para el auxilio y el servicio a otros. Residir en ellas; morarlas.

Allí surgen, necesarias, estas arquitecturas que, por estar alejadas de bulevares, plazas y otros lugares para la representación de lo social -con su estructura de poder y de clases- han devenido siempre funcionales, eficaces, silenciosas… Secas en su seca verdad técnica y gratas en su atención al puro trabajo y a un cierto suficiente acomodo del estar humano. Ha habido en ellas esa virtud que llamamos economía de medios. Esa ha sido la esencia de las arquitecturas que han acompañado las obras de ingeniería, que han poblado los muelles y espigones de los puertos ganados al mar. Sólo las edificaciones y volúmenes necesarios, con sólo la técnica justa, con una estricta aplicación a la función y con una clara ausencia de representación. “Una silla sólo debe decir soy una silla”, nos recuerda Jasper Mórrison, el gran diseñador industrial.

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Café del Puerto. Arquitecto Javier García-Solera. (© Alberto Vicente, 2008; © David Frutos, 2006)

De eso está hecha esa arquitectura que comentamos. De una adaptación a las condiciones a veces extremas del clima y el entorno y de una atención esmerada a lo humano. En ausencia de autor, sin firma de arquitecto, sin representar a nada ni a nadie, manifestándose tan sólo en su útil belleza; en su belleza clásica derivada de su utilidad. Hablando pues, elocuentemente, no de alguien sino de todos; de igual modo que lo hace un magnífico puente ferroviario, metálico y exacto, pensado y construido en el tránsito entre los dos siglos anteriores, atravesando valles en constante horizontal, en cualquier paraje natural gracias a él habitable. Siendo pues, pese a ser arquitectura, tan noble como la noble ingeniería.

Cuesta encontrar ese tipo de arquitectura en la ciudad burguesa; siempre preocupada por la representación, por la propiedad privada, por la competición y el enfrentamiento vulgar. Esa arquitectura anónima, que busca verdad en lo objetivo, que quiere ser servicio y acomodo, confort posible para un mundo-ciudad habitado, no es la que encontramos en ese modelo de sociedad. Se intentó; se intentó desde el pensamiento liberador progresista y moderno que definió y proclamó una arquitectura objetiva, que apartase y superase las ínfulas individualistas y que buscase lo común como base y objetivo de su quehacer. Lo abstracto como entendible por todos; como ocupable y apropiable por todos. Eliminando la burda pretensión de representatividad para enseñoreo de autores y propietarios. Pero ya lo sabemos, fracasó.

Y esa pérdida de oportunidad, que ha devenido en una sociedad que reclama singularidad, espectáculo y entretenimiento como aliciente de cualquier aspecto de la vida social (y no por construcción de común, sino precisamente como camino más rápido y seguro hacia su destrucción) ha alcanzado de lleno a la arquitectura. Y era fácil que lo hiciera, pues expone al arquitecto al engaño fácil de la tentación soberbia del protagonismo aclamado y la sobreactuación y amenaza con destruir -ya lo está haciendo- toda una concepción del mundo que la ingeniería portuaria (que cualquier ingeniería) y su arquitectura asociada nos recuerdan. Cierto es que la ingeniería, allí donde las extremas condiciones de su intervención le dan tregua, también está siendo permeable a esta corrosión del carácter que reclama espectáculo, pretendida imposible artisticidad y falsa singularidad fácil.

Los paisajes portuarios modifican su forma e imagen en su evolución y desarrollo según lo hacen las técnicas de navegación, de transporte, de movimientos de mercancías y tantas otras actividades que se producen en sus muelles y dársenas. Cambian como lo hicieron aquellos veleros de transporte, que devinieron finalmente en barcos de vapor y que facilitaron la ampliación de rutas y paliaron la rudeza y dificultad de los trabajos a bordo. Y en esos muelles redefinidos -sobre ellos- las arquitecturas de apoyo y complemento se actualizan también. Y en aquellos casos en que estos puertos se encuentran situados en el corazón mismo de la ciudad, dando mayor testimonio aún de su importancia para el desarrollo histórico de la misma y de su configuración como escena principal de la vida urbana por siglos (Alicante es excepcional en eso), se amplían desplazándose a lo largo de la costa, a sotavento de sí mismos. Alejan así la actividad industrial del centro urbano al que quedan ofrecidos como espacio de centralidad destinado ya en su inmensa mayoría al uso de disfrute y recreo de la ciudadanía. Todo ello, tan hermoso así contado, supone por desagracia, casi siempre -y Alicante no escapa a este designio- el principio del desastre; como una fatalidad.

Hace falta entender y comprender (aprehender), por parte de los muchos que participamos en la construcción física del mundo-ciudad, el valor de la memoria. Y tomar conciencia de que nada evoca más el pasado y la historia a quien tan sólo pasea las calles y disfruta de ese paseo que ese permanecer del tiempo -nunca congelado- en los paisajes que frecuenta. Y ahí sí, la arquitectura y la ingeniería son relevantes.

La arquitectura tiene -con más tentaciones para apartarse de ello que la ingeniería- la capacidad más alta de asentar la memoria de un lugar. La construcción de hechos físicos, tangibles y utilizables, abre formas múltiples de “explicar un lugar” y hacer permanecer todo lo que de importante allí se ha condensado con el paso del tiempo. Los gobernantes que deciden modificaciones de usos en los muelles y dársenas, nuevas construcciones sobre ellos… tienen el compromiso obligado de entender que con esas acciones y a través de las arquitecturas en que devengan puede quedar explicada, y por tanto fijada en la memoria y proyectada hacia el futuro, toda la historia de un lugar y el esfuerzo que allí se desempeñó para que hoy sea extraordinariamente habitable.

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Vista del Puerto de Alicante desde el Castillo de Santa Bárbara.
(https://es.wikipedia.org/wiki/Puerto_de_Alicante#/media/File:Puerto_de_Alicante,_Espa%C3%B1a._01-04-2013.jpg)
 
 

Por desgracia, en Alicante, como en tantas otras ciudades portuarias con las dársenas originales convertidas en espacios centrales de sus cascos urbanos, no se ha sabido ver así. La sobre explotación comercial de sus muelles, la desatención a la permanencia de determinadas edificaciones históricas, la banalidad mayoritaria de las excesivas arquitecturas allí implantadas, la sobre ocupación de la dársena interior por embarcaciones privadas… han desvanecido casi por completo esa memoria del lugar tan necesaria para una evolución adecuada de la sociedad a la que sirve y acoge. Hay algo de profanación en esa colonización de terrenos y aguas portuarias a traición de toda una tradición de usos y arquitecturas anónimos y serviciales.

Pronto será la dársena exterior y el muelle 14 y su espigón de abrigo los que serán transformados en su uso. Ojalá se haya llegado ya a entender cuando eso ocurra que los tinglados que aún quedan, las explanadas vacías, el muro existente y su escollera, el silencio reinante, el sonido del mar, deben permanecer allí, compatibles con su ocupación para el disfrute, si queremos que la presencia portuaria como aquí ha sido descrita permanezca salvada en su última posibilidad.

Y no se trata de congelar el estado de muelles y dársenas que perdieron su uso original. Se trata de renovar su utilidad con la introducción de usos adecuados en cantidad y disposición, pertinentes para esa convivencia necesaria con todo lo que esos espacios contienen de memoria y evocan del pasado. Se trata también de creer que allí donde se necesitan nuevas arquitecturas deben surgir las mejores; pues como ya hemos dejado dicho, una arquitectura puede ocupar un lugar y parecer suficiente, pero una arquitectura que se quiera importante debe ocupar un lugar y, al hacerlo, explicarlo.

El puerto que -como en el caso de Alicante- ocupa un lugar de centralidad en la ciudad está obligado a constituirse en un espacio público de primer orden. Y a asumir que es, como tal, (lo explica muy bien el profesor y antropólogo Manuel Delgado), un espacio de conflicto. De conflicto entre seres muy diferentes y también entre usos distintos que quieren hacerse un hueco entre las actividades posibles allí. La imagen de esa muchacha que busca el baño de sol en un improvisado suelo inestable, en aguas demasiado sucias para el baño real en las que unos pescan para buscar sustento y otros ejercen actividades deportivas, lo ilustra bien. Es el año 1942 y la ciudad, volcada sobre su dársena de uso aún netamente portuario, es escenario ya del intento de ocupación de esas aguas y las tierras que las confinan por usos nuevos sobrevenidos. Lograr que exista una posible convivencia entre ellos, sin que ninguno llegue a ser dominante, anulador de otros, será lo que garantice también la permanencia de su esencia primera. La arquitectura que acompañará esa colonización de los espacios tendrá que saber explicarlo así.

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Puerto de Alicante 1942. (© Archivo personal García-Solera)

Las grandes literaturas de puertos y navegación -hemos hablado de Conrad para ayudarnos- nos describen travesías, lugares, máquinas y personas. Y nos hacen sentir al hacerlo la fuerza del viento, el olor de la sal, de la mar abierta o del agua mezclada del puerto. También nos permiten experimentar la lentitud del tiempo del viaje en los días de encalmada, el esfuerzo diario y organizado de los trabajos de navegación, partida y arribada; o los sonidos y movimientos sobre el muelle en las operaciones de carga y descarga en el traslado de mercancías. Y también, cómo no, la emoción de miles, millones de personas que antes que nosotros se fundieron en últimos abrazos al despedirse o en emocionados abrazos de reencuentro. Todo eso y mucho más (defensa del mar embravecido, espacio de calma asegurada) es un puerto para los habitantes de la ciudad a que sirve. No es tan sólo el espacio de comercio, mercado e intercambio económico que una mirada mezquina vería. Tampoco puede ser, tan sólo, ahora que se aleja la actividad industrial, un espacio para el ocio, para el encuentro multitudinario y ruidoso y el recreo entendido como simple entretenimiento. Es -debe ser- un lugar mantenido en la memoria, un lugar de pasado, presente y futuro simultáneos, donde todas aquellas vivencias pasadas puedan ser imaginadas, percibidas y por tanto sentidas. Donde cada cual pueda vivir su propia vida sin el intrusismo ruidoso del comercio exacerbado. Podríamos decir -de nuevo con Manuel Delgado- que debiera ser un espacio que respete la diferencia, pero que entienda también el revindicado derecho a la indiferencia. Donde los lazos inmemoriales de un pueblo y su mar pervivan para siempre como fuente de riqueza en la vida cotidiana de la ciudad que ese puerto protege.

 

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Concurso intervención en el Muelle 14, propuesta Javier García-Solera (©archivo despacho García-Solera)

La transformación de los puertos en espacios para lo público obliga a estar a la alta altura que esa condición exige. Y la arquitectura que allí se desarrolle deberá ser sólo la necesaria y ser capaz, como lo es cuando escapa al mercantilismo y al deseo de autoría que siempre termina extravagante, de evocar todas esas voces que están allí mereciendo se oídas y recordadas. No deberíamos olvidar lo que Carles Martí, un grande del pensamiento teórico español, nos ha enseñado sobre arquitectura y ciudad: “Un espacio público no puede serlo en verdad si no hay en él también espacio para la intimidad”. Y no deberíamos olvidar tampoco que quienes damos forma física al mundo, con decisiones o acciones que devienen construcciones y modificaciones de lo que heredamos, somos responsables primeros de si ese mundo-ciudad será o no entendido como un lugar común, propiedad de todos: por todos trabajado y, por tanto, por derecho, por todos heredado.


Head Image: Barcos amarrados en el Puerto de Alicante 1930.
(https://vicenticoaa.blogspot.com.es/2013/04/alicante-puerto.html)


Article reference for citation:
GARCÍA SOLERA Javier ,“Puerto, memoria y arquitectura” PORTUS: the online magazine of RETE, n.35, June 2018, Year XVIII, Venice, RETE Publisher, ISSN 2282-5789, URL: https://portusonline.org/es/puerto-memoria-y-arquitectura/

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