La ría de Bilbao ha sido, desde que la Villa proporcionó alguna iconografía, un elemento primordial de la misma. Es lógico, pues lo había sido siempre en la realidad como vehículo de comunicación, como elemento protector contra los posibles agresores llegados del mar y como lugar de asentamiento de pescadores o carpinteros de ribera, además de como inevitable realidad geográfica. Fue una evidente presencia desde la muy divulgada primera imagen que se conserva de Bilbao, la estampa de Frans Hogenberg dibujada por Johannes Muflin que ilustra el texto correspondiente del libro de Georg Braun Civitates Orbis Terrarum publicado en 1575, aunque la vista fue tomada en 1544. En ella, serpentea hasta el mar de manera sintética, topográficamente inexacta, pero impone su trazado en el paisaje y establece visualmente de manera clara un relevante atributo de la ciudad. En su último tramo, aparece flanqueada por la inevitable forma triangular del monte Serantes, que sería también reiteradamente recogido en decenas de representaciones artísticas posteriores y que proporciona una gran claridad espacial al paisaje y es una permanente coda celeste en la muerte del decurso fluvial.
Tal y como este grabado nos muestra Bilbao, ésta aparecería durante dos siglos en sus visiones conservadas, pues el prestigio, la impronta y divulgación de aquella primera panorámica fue tan grande que a nadie se le ocurrió dudar de que Bilbao era así ni tampoco hubo nadie que se molestara en modernizar o ajustar su descripción. En general, las vistas que salieron de la de Hogenberg, también estampas sobre papel, fueron notablemente peores, y alguna excepción de calidad estuvo más preocupada por distanciarse de ella con inverosímiles intervenciones fuera de todo registro veraz que por aportar nuevos datos sobre el territorio y su evolución. La de Hogenberg fue una imagen de su tiempo, una visión topográfica que, como todas las que contenía el libro en que se publicó, nacía del deseo renacentista de conocer el mundo, de ser testigo a través de las descripciones literarias y de las imágenes reproducidas del aspecto de las múltiples ciudades y territorios que contenía la tierra, de la naturaleza de sus lugareños, de sus costumbres y particularidades. Había en la elaboración de estas vistas intereses científicos, pero también comerciales y políticos. Esta imagen primera estaba condicionada, pues, por su carácter documental y, aunque realizada con particular esmero y excelente artesanía, carecía del ímpetu creador que debe exigirse a un objeto artístico, y se sometía a los convencionalismos de la imaginería didáctica de carácter geográfico.
También fue la ría protagonista, aunque representada de otra manera, del repentino cambio de imagen que Bilbao ofreció, en este caso genuina como la vieja primera estampa, obtenida del natural, cuando Luis Paret y Alcázar, el gran pintor madrileño sufrió exilio en Bilbao. Paret llegó a vivir a Bilbao en 1779 y de su mano se conservan tres óleos y un dibujo en los que aparece la ría centrando la representación de una bulliciosa y versallesca vida urbana propia de la visión del mundo de un espíritu ilustrado como el suyo. Los óleos fueron dos representaciones del Arenal, con Artxanda al fondo, cuyo punto de vista se sitúa en el lugar donde luego se levantaría el teatro, y una vista de Olabeaga con burgueses paseando a caballo, mientras que el dibujo traía una vista de Luchana con tres personajes transportando una embarcación a la sirga, es decir, desde la orilla y tirando de ella mediante una maroma. Fue sin duda la más alta aportación de la ría al arte de todos los tiempos el haber servido como modelo a Paret, un avezado vedutista que conocía bien los grandes modelos precedentes, entre otros los proporcionados por Pieter van Lint, pintor especializado en ciudades con río, Roma en particular, que facilitó a nuestro transitorio convecino –vivió en Bilbao hasta 1789– el acercamiento al asunto bilbaíno. Nunca luego alcanzaría a ser retratada por un artista de tanta relevancia. Las visiones de Paret eran el destilado de todo un género en el que habían concurrido pintores tan significativos como Vanvitelli, Canaletto, Bellotto, Pannini o Vernet, lo que significaba que la ría de Bilbao había entrado en la consideración de un ciclo artístico de naturaleza universal y con una consideración de la que carecía la imagen de Muflin y Hogenberg.
Un dibujo de Luis Paret en lo que aparece la ría centrando la representación de una bulliciosa y versallesca vida urbana en Bilbao.
Sin embargo, la posterior historia del arte continuó pasando por ella y ofreciéndola como argumento a través de los diferentes estilos pictóricos y de los distintos intereses narrativos e ideológicos. Un excelente pintor romántico español, Genaro Pérez Villaamil, dibujó para ser litografiadas cuatro imágenes de Bilbao, una de las cuales representaba la iglesia de San Antón y la ría fluyendo bajo el Puente Viejo, llena de barcas y con sus orillas cuajadas de lavanderas, carreteros y comerciantes. Las estampas fueron publicadas en la obra España Artística y Monumental, que se editó entre 1842 y 1850. Desde esa publicación proliferaron las imitaciones, como había ocurrido con la imagen del Civitates. La imagen de San Antón de Pérez Villaamil sirvió durante más de un siglo y sigue sirviendo hoy en día para caracterizar Bilbao con uno de sus iconos más reconocidos. La vitalidad con que están descritos los lances que suceden en la ría y sus márgenes no alcanza a limitar la prepotente presencia de la iglesia, principal tema del dibujo según la inclinación del pensamiento romántico hacia los edificios y las ruinas singulares como testimonios hipertrofiados de la historia.
Las apariciones de la ría, de todas maneras, fueron más habituales a partir del momento en que surgió, a mediados del siglo XIX, una pintura vasca ambiciosa y enraizada en la modernidad, que aportó importantes imágenes de la misma desde sus primeras manifestaciones. Al fin y al cabo, la ría no fue entonces sólo modelo de pintores, sino que en su propia realidad sufrió la transformación económica y ecológica del territorio al pasar de una servidumbre mercantil a otra industrial. La explotación minera, origen de estos cambios, hizo confluir en ella sistemas de cangilones y vagonetas que trasladaban hasta sus orillas el hierro para cargarlo en barcos. Las minas se situaban sobre la propia ría, a la altura de su desembocadura. Precisamente esta situación fluvial y la proximidad de un puerto fueron factores que mejoraron el rendimiento de las extracciones. En cualquier caso, las huellas de esta actividad quedaron impresas en el paisaje y pasaron a su representación artística. La documentación visual a través de la pintura de esta transformación es una de las cuestiones más interesantes del discurso costumbrista primero y progresivamente más ideologizado y crítico que fue teniendo el arte vasco. Pero los viejos oficios de las márgenes de la ría, como el de la sirga o los carpinteros de ribera, fueron aún recogidos por estos primeros pintores de la nueva era, del modo que lo había hecho Paret un siglo antes. Antonio María de Lecuona (1831-1907), el pintor que aportó la primera iconografía rural al arte vasco y que, a pesar de su dudosa calidad, fue maestro de una generación extraordinaria a la que trasladó su fervor por el entorno tradicional y las costumbres rurales, dejó un cuadro de gran interés, pintado desde la Salve, en el que recogía alrededor de 1869 el trabajo de mujeres a la sirga frente a unos viejos astilleros, y servía de enlace, en el tema que nos ocupa, con el gran pintor madrileño del XVIII, que, a pesar de su importancia, no había dejado escuela alguna en Bilbao.
Los trabajos en la ría continuaron siendo un tema recurrente de la pintura vasca, y fue Anselmo Guinea (1854-1906) quien más se preocupó de reflejarlos en la última década del siglo XIX. El bilbaíno Guinea fue un magnífico pintor que mantuvo durante toda su carrera algunas de las características de la pintura académica, que estaba en la base de su aprendizaje, como la robusta composición y el dibujo cuidadoso, pero que en muchos aspectos traspasó las fronteras del impresionismo y se dejó arrebatar por el aire libre, la luz y el color, además de por las visiones instantáneas. Se ha tenido su testimonio como poco comprometido con una postura social crítica y de sus trabajadores se ha podido pensar que pertenecían a un mundo costumbrista del que se había excluido la lucha de clases y el destino amargo de su vida laboral. Quizá el entusiasmo cromático de Guinea servía para dar a sus imágenes proletarias un carácter en exceso sentimental. Sin embargo, además de por su mucha calidad pictórica, quedan éstas a pesar de todo, por su naturalismo, como un testimonio incontrovertible de diversos humildes oficios de particular dureza desarrollados a lo largo de la ría y en torno a su desembocadura, como son el de sirguero y sirguera o mariscador. Cabe citar entre otros títulos suyos los de La sirga (1892), La sirga de frente (1893), Mariscadores en la ría, Pescador de quisquillas y Un pescador y su hija, los tres últimos de hacia 1896. Al curso del Nervión dedicó también el pintor algunos paisajes sin que quedara en ellos particularmente reflejada la peripecia laboral, aunque sí la prepotente presencia de las nuevas industrias y sus emanaciones, así como algún ejemplo icónico de los nuevos tiempos, como el Puente de Palacio.
Otro de los pintores que renovó el arte vasco, con el que tuvo una extraordinaria correspondencia a pesar de ser originario de Rivadesella (Asturias), al elaborar un paisajismo moderno, directo, de pincelada vibrante y dominado por la luz y el color, fue Darío de Regoyos (1857- 1913). Regoyos, muy vinculado a Bilbao, dedicó a la ría numerosas pinturas en las que inevitablemente, aunque sus intereses primeros podían ser más evidentemente plásticos, recogió los caracteres que sobre ella imponía el profundo y agresivo cambio que el territorio estaba viviendo. Ya desde un bello cuadro de 1895, Ría de Bilbao con nieve, aunque sea el meteoro su principal argumento, estaban presentes muchos de los nuevos habitantes del paisaje: las vías del tranvía, un vapor soltando humo por la chimenea, los llamados “tinglados” de la calle Sendeja, tejavanas para proteger la carga depositada en el muelle, y una grúa, además de una esquina del ayuntamiento recién construido. Otra obra, esta de 1898, titulada La ría del Nervión, es muy diferente, con un punto de vista panorámico sobre la ría a cuyas márgenes asoman fábricas y trenes y cuyo cauce está ocupado por un barco velero y otro de vapor. Su aspecto general es sórdido, el propio de un paraje corrompido por la industria del que apenas al fondo, en las laderas montañosas, queda el recuerdo de su pasado bucólico. Del puro centro de la Villa, como era la de la nieve, son otras dos pinturas muy conocidas que documentan el tráfago de las riberas en el corazón urbano. La primera de ellas, Cargadoras (1908), representa a un grupo de mujeres que descarga un barco a través de una rampa, con el Arenal y la iglesia de san Nicolás al fondo; un oficio el de las “cargueras” tan duro como el de las sirgueras y que fue recogido en páginas costumbristas burguesas con particular desafecto, por el carácter desgarrado que se atribuía a sus practicantes. El puente de El Arenal (1910) concentra en un característico paisaje urbano –con el teatro Arriaga, asomado a la ría, presidiéndolo– varios de los elementos que hemos visto ya: el ferrocarril humeante, el tranvía y las cargueras. En otra obra quizá del mismo 1910, llamada precisamente La ría de Bilbao, Regoyos presentaría una alargada vista de la misma en un lugar poco industrializado, con los montes casi vírgenes y las huertas ocupando todavía la orilla, y un tranvía, el que unía Bilbao con el mar, unas barcazas o gabarras y unos barcos de vapor en reposo como testigos sosegados de la civilización industrial.
El testimonio de la implantación de la misma en Bizkaia en torno a la ría estuvo presente en la obra de Guinea y de Regoyos, pues no en vano las chimeneas y los humos se habían erigido en la pintura impresionista como signos de progreso, con los barcos de vapor o los trenes. Pero quizá el que documentó este proceso de transformación con mayor perspicacia y penetración, inyectándole un particular aliento poético, fue un tercer pintor vasco, siguiendo el orden cronológico de nacimiento, Adolfo Guiard (1860-1916). A Guiard, también bilbaíno, le cupo el honor de haber sido el primero de estos artistas que tomó contacto con la revolución impresionista, pues viajó a París en 1878, un año antes de que Regoyos lo hiciera a Bruselas. Fue amigo de Zola y de Degas, y convirtió a Guinea, amigo suyo de algo más edad y educado en Roma, al credo de la modernidad. Los signos detectados por sus colegas como característicos del nuevo paisaje serían para Guiard los elementos que iban a soportar un discurso más complejo en el que la implicación del autor se puede pensar que va más allá de la revolución plástica. La nostalgia por el mundo que desaparece, el de los caseríos y las huertas, el de la vida y el trabajo rurales, y el de los barcos de vela, parece más “literariamente” recogida en esta obra. En la aglomeración de barcos de toda especie en el cauce fluvial que se asoman a varios de sus cuadros parece alentar también un deseo del viaje en un artista absolutamente sedentario que no salió de su territorio natal salvo en su juventud. Es particularmente destacable una de sus primeras obras hechas en Bilbao al regreso de París, titulada La ría en Axpe (1886-1887) en la que el táfago naval está recogido en una panorámica que recuerda a la mirada fotográfica y a la de los grabados de las revistas ilustradas de la época, de semejante origen. La influencia ideológica de Zola y la iconográfica de Fernand Pelez y de Jules Bastien-Lepage en sus pinturas de niños de la calle, junto a la plástica de Degas –el color y el dibujo– y del arte oriental, confluyeron para retratar al peculiar proletariado infantil de la ría y sus orillas en algunos cuadros de intenso lirismo, como El cho (1887), donde un joven grumete, que se dedica a cortar verduras, detiene un instante su actividad para rascarse la cabeza, lo que le permite adquirir una postura de estatua clásica. Por su parte, La aldeanita del clavel rojo (1903), plantada frente al contemplador con una lechera sobre la cabeza, a la que soporta con una mano, de manera que se convierte en una especie de cariátide, mira tristemente al tiempo que sostiene un clavel insólito en la boca. La niña se encuentra a la puerta de su caserío y representa por una parte un trabajo duro para un niño, el de transportar leche desde el enclave rural a la plena ciudad, y por otro el fin de ese mundo tradicional que entonces aún se asomaba a las orillas industrializadas. Las chimeneas aparecen al fondo y se mezclan con las arboladuras de los veleros.
Adolfo Guiard, artista que tomó contacto con la revolución impresionista, representa una aglomeración de barcos en el cauce fluvial que cruza la ciudad de Bilbao.
Caso aparte fue el de Manuel Losada (1865-1949), que a partir de 1914 dedicó decenas de imágenes a retratar un Bilbao antiguo, el de entreguerras carlistas, con chisteras y miriñaques, y dio una visión romántica y fuera de la realidad de la Villa y sus motivos. Debe citarse por su singularidad la imagen que realizó el pintor salmantino Celso Lagar (1891-1966) en 1917-1918, cercana cronológicamente a las últimas de los impresionistas que acabamos de ver, pero estéticamente muy lejana, que señala el corte radical que supusieron las vanguardias de los primeros años del siglo XX en el arte universal. Se trata de una imagen derivada del cubismo, aunque no sea cubista y también tenga deudas con el futurismo y el fauvismo, resultado de un experimento pictórico que el propio autor llamó planismo. El cuadro que la recoge recibe en nombre de Puerto de Bilbao e incorpora por trozos elementos característicos del paisaje industrial. Es una composición colorista y dinámica, una especie de collage de sinécdoques visuales con las palabras BILBAO y NERVIÓN en la tipografía que se usa en las cajas de transportes presidiendo el conjunto. El bilbaíno Aurelio Arteta (1879-1940), por las mismas fechas en que Lagar pintaba Bilbao, había desarrollado ya alguno de sus importantes ciclos simbolistas y se disponía a iniciar una de sus obras maestras: los murales para el Banco Bilbao de Madrid, iniciados en 1921. A pesar del carácter simbolista de la obra de Arteta, que prescinde de los datos realistas, los paneles dedicados a la siderurgia representan sin duda escenas propias del territorio que vemos. En 1925-1930 se fecha otra de sus grandes obras, El puente de Burceña, más dentro del llamado novecentismo, con formas geometrizadas deudoras del cubismo, pero dentro del movimiento de vuelta al orden, en el que con una melancolía propia de las miradas de la pintura metafísica italiana, contempla un paraje proletario del entorno industrial. Por las fechas de ejecución de este último cuadro nacía en Bilbao Agustín Ibarrola (1930), que en los años cincuenta, en la posguerra civil, dentro de un nuevo tiempo artístico, trataría de enlazar con muchos de los caracteres iconográficos y estéticos de Arteta y de Vázquez Díaz para poner en pie un ciclo de pintura también simbolista y figurativa, de violento expresionismo crítico, en el que representaría el mundo proletario en el contexto fundamentalmente del paisaje fabril con sus trabajos y sus luchas reivindicativas.
Una imagen derivada del cubismo de Celso Lagar, resultado de un experimento pictórico con elementos característicos del paisaje industrial del puerto de Bilbao.
Puede decirse, en general, que la llegada al arte contemporáneo de la abstracción, y sobre todo la llegada de la abstracción al arte vasco después de la Guerra Civil, no favorecieron, lógicamente, la creación de nueva iconografía relativa al tema que nos ocupa. Eso no significa que numerosos autores, de mayor o menor calidad y modernidad, se acercaran a los paisajes proporcionados por el paraje considerado de manera realista, además de Ibarrola, sobre todo a partir de la aparición de una nueva generación figurativa en el arte vasco de los años setenta. Si el donostiarra Gonzalo Chillida (1926-2008) representó los Altos Hornos entre los líricos paisajes con los que alternaba sus abstracciones, la bilbaína Mari Puri Herrero (1942) compuso alguna intensa visión del Nervión dentro de su estilo figurativo proclive al expresionismo y a las imágenes fantásticas. Las de ambos están entre las mejores representaciones que la ría tuvo en los tiempos recientes.
Head Image: La primera imagen que se conserva de Bilbao, la estampa de Frans Hogenberg dibujada por Johannes Muflin que ilustra el texto correspondiente del libro de Georg Braun “Civitates Orbis Terrarum” publicado en 1575.